viernes, 26 de abril de 2024

La ficción de la realidad (y2)

    Lo único que podemos escribir es ficción y, si lo piensas bien, toda ficción es auto-ficción: nunca se le va a ocurrir a nadie ninguna idea que, de alguna manera, no esté ya entre nosotros; aunque la disfracemos de unicornio. La ficción, despojada de esa exageración que es la fantasía — a eso iba—, es lo que más se acerca a la realidad; dentro de que queda lejísimos.
    La razón de que no podamos ver (toda) la realidad es su complejidad cuasi-infinita. La realidad incluye lo que se ve a simple vista pero de lo que un testigo solo percibe una pequeña parte y otros muchos aspectos: los pensamientos de las personas presentes (que solo podemos intuir), lo que siente un perro que estaba allí, la climatología, las reacciones químicas, la actividad bacteriana; todo lo que se te ocurra y más es parte de la realidad.
    La realidad (qué manera de sobar la palabra) tiende a infinito, nadie puede verla y entenderla en su totalidad excepto, según algunas corrientes filosóficas, Dios; o sea, excepto ella misma. Cualquier ser humano está muy lejos de tan siquiera atisbarla. La realidad es una nube etérea e insondable de la que a veces caen unas gotas de ficción. O dicho al revés; lo que escribimos, la ficción, es la lluvia que descarga, de cuando en cuando, ese cielo nublado que es la realidad. La ficción es nuestra forma parcial, inexacta y engañosa de asomarnos a la realidad; es el voluntarioso y fallido intento humano de explicarla.

martes, 23 de abril de 2024

La ficción de la realidad (1)

    Hace ahora once años seguí por internet un curso titulado The Fiction of Relationship. Lo recuerdo con especial cariño porque fue mi hija pequeña la que me habló de él. El nombre del curso, La ficción de las relaciones, se refería a las obras literarias que tratan de las relaciones humanas pero a la vez insinuaba el carácter ficticio de dichas relaciones.
    De aquel título, y con la misma doble connotación, deriva este de hoy, La ficción de la realidad. Aquí vamos a aclarar, de una vez por todas, las diferencias y afinidades entre realidad y ficción. O sea, no lo vamos a aclarar porque no se puede. La realidad, en teoría, es lo único que existe; pero en la práctica es como si no existiera. Puede que todo esto resulte confuso, lo sé.
    Estrujándome las neuronas diría que la realidad es Dios. Dios es el Universo y Dios sucede en forma de realidad. Creo que la idea es budista, entre otras posibles autorías; esa identificación de Dios con el Universo debe de ser consustancial con la naturaleza humana. Decir Dios es todo sería como decir E=mc2; una cosa me recuerda a la otra, no sé por qué.
    Lo real es lo que pasa en el mundo y cualquiera diría que no hay nada más fácil de ver. Discrepo. Lo real existe, es obvio, pero es inaprensible. Además es inimputable, no se le puede echar la culpa de nada. Lo vivimos sin remedio pero no lo podemos describir y, por tanto, tampoco lo podemos escribir.

sábado, 20 de abril de 2024

El consejo del abuelo

    El primer día de colegio le habían llamado cuatro ojos. Al contarlo en casa el abuelo le dijo: mira, haz como yo en la mili, no destaques; buenas notas sí, pero en la segunda línea, sin llamar la atención. Cosas del abuelo, pensaba, hasta que llegó el incidente del bocadillo. Hicieron una excursión y les dijeron que llevaran un bocata de casa. Su madre le puso uno de jamón del bueno. A la hora de comerlo el matón de la clase y sus secuaces hicieron una rápida inspección y confiscaron los mejores bocadillos. Tuvo suerte y le dieron a cambio uno de mortadela, algún otro compañero se quedó en ayunas. Se acordó del abuelo y le insistió a su madre que la próxima vez por nada del mundo repitiera con el Jabugo.
    Desde entonces procuraba camuflarse en la masa, no sobresalir ni por exceso ni por defecto, sumarse siempre a la mayoría, reír las gracias de los gallitos; apartarse si las cosas se torcían. En casa, en las comidas del domingo, el abuelo le recordaba: voluntario ni para recibir un premio. El curso avanzaba y se iba convirtiendo en una sombra cada vez más escurridiza. Llegó un momento en que ya nadie contaba con él para nada, era un figurante sin frase en la película. Un día, al pasar lista, el profesor se saltó su nombre. Le extrañó, pero bueno, le iba bien pasar desapercibido, ese era el objetivo y lo estaba bordando. No lo volvieron a nombrar.
    A la vuelta de Semana Santa cuando entró en el aula había otro chico sentado en su pupitre. Se quedó al fondo, de pie; nadie pareció darse cuenta. Se acostumbró; empezó a deambular por el colegio, recorría los largos pasillos buscando la penumbra y arrimándose a la pared. A veces, a su paso, algún alumno o profesor volvía la cabeza inquieto, como si hubiera sentido una corriente de aire frío. Han pasado los años y ya es una costumbre que, al comienzo de curso, en su alocución al alumnado, la directora desmienta, con una sonrisa forzada, la tontería esa de que por los pasillos del centro ronde el fantasma de ningún antiguo alumno.

miércoles, 17 de abril de 2024

Sentado a la puerta de casa

    El tiempo lo cura todo, dicen, y es mentira. Es justo al revés, el tiempo lo mata todo, el tiempo es un asesino en serie. Dice el proverbio que si esperas sentado a la puerta de tu casa verás pasar el cadáver de tu enemigo; cierto, pero también pasará el de tu mejor amigo. Eso si no te mueres tú antes, claro.
    El tiempo pasa, esa es la única verdad. O es lo que parece, habría que entrar en el tema de la naturaleza del tiempo para aclararlo del todo y no tengo tiempo. No, lo que no tengo es capacidad intelectual, solo podría intentar elaborar alguna teoría conspiranoica. Otro día.
    Lo que quería comentar es un recuerdo que tengo de cuando era niño. Vivíamos en el tercero derecha; en frente, en el tercero izquierda, vivían nuestros primos. Un día pasamos a su cocina y, sorpresa, habían puesto una lámpara fluorescente; qué claridad, qué brillo, qué blancura. Al volver a casa la luz de nuestra bombilla me pareció triste, amarillenta, desangelada.
    Uno vive feliz con lo que tiene hasta que ve lo que tiene el otro. Debe de ser lo que pasa en los países más desafortunados cuando les llega la televisión de los países ricos. La luz de las lámparas fluorescentes, su milagro tecnológico, me deslumbró. Pero el tiempo pasa y al igual que el video mató a la estrella de la radio, las lámparas LED mataron a los tubos fluorescentes. Ley de vida, acción asesina del tiempo.
    La luz de las lámparas LED, otro milagro científico, diodos luminosos que entiendo aún menos, es más blanca, o es blanca porque la fluorescente no era blanca —ahora me entero— era más bien tirando a azul, fría como un paso subterráneo. Las lámparas fluorescentes ya no se fabrican, en Europa al menos, son un cadáver más que he visto pasar desde aquí, desde la puerta de casa.

domingo, 14 de abril de 2024

Los comulgantes

    Soy un francotirador de la cultura. Soy Dick Turpin que se ha enterado de que en la diligencia de Coventry llevan una bolsa de doblones de oro. Soy un paseante que oye el canto de un pájaro y se acerca a ver. Por eso, porque alguien la cita en algún sitio, he visto “Los comulgantes”, una película de Ingmar Bergman, de 1963, en blanco y negro: ¿Soy o no soy un valiente?
    El título original es una palabra sueca larga e impronunciable. En inglés fue “Winter Light”, Luz de invierno. La película me ha gustado, en su austeridad, en el filo cortante de su fotografía, en sus diálogos que dicen cosas que importan. Te la voy a destripar para que no tengas que verla. No toda, solo una parte que hasta me ha hecho gracia dentro de lo terrible que es.
    El caso es que el cura protagonista recibe a un feligrés, pescador de profesión con tres hijos y esposa embarazada. Este buen vecino está deprimido. La causa es, ni más ni menos, que se ha enterado de que China posee armamento nuclear y está dispuesta a utilizarlo porque no tiene nada que perder. Son los tiempos de la guerra fría. China puede lanzar una bomba atómica sobre Suecia y el hombre, apellidado Persson, lo ve todo negro.
    Bueno, pues el cura lo recibe y se pone —error grave por su parte— a contarle sus propias cuitas: que le atormenta el silencio de Dios y que se le murió la mujer, que desde entonces ya no le importa vivir o no vivir. Estos dos se suicidan juntos, pensé. Pero no, solo se suicida Persson, por el pánico nuclear. Bastante culpa del cura, me parece.
    Es poderosa esa idea del silencio de Dios. Para un profano en la materia como yo impacta ese silencio obstinado con el que Dios no se hace ningún favor a sí mismo en cuanto a credibilidad. Pone el listón de la fe a una altura imposible de superar si no dominas el estilo Fosbury o su equivalente en destreza teológica. Después de esta película Bergman hizo otra, de algún modo una continuación, titulada “El silencio”, casi sin diálogos. Esa me parece que no la voy a ver, en el fondo no soy tan valiente.

jueves, 11 de abril de 2024

Comer

    No sé, tengo la impresión de que nos pasamos la vida comiendo. Tres veces al día —desayuno, comida y cena— como mínimo. A menudo hay que añadir el pincho de media mañana, la merienda o el tentempié de la noche.
    Comer es un actividad fisiológica básica, sí, lo entiendo, la practico como cualquiera, igual que la respiración; aunque esta la tenemos más automatizada, no nos hace falta ningún acto volitivo para ejercitarla o solo a veces.
    Comer, cuando lo pienso un poco, es un acto atroz, porque nos alimentamos de otras vidas. No nos gusta detenernos en ello pero matamos y nos comemos a otros muchos animales, lo que no deja de ser una forma de canibalismo entre especies. Los vegetarianos, por cierto, tampoco se libran; aunque empaticemos menos con ellos los vegetales también son vida. Se podría considerar que son, de alguna forma, animales discapacitados.
    Comer es, desde ese punto de vista, algo espantoso; además de antiestético, con esa orgía truculenta de bocas, dientes, babas y lenguas; algo que tal vez debería hacerse en un lugar apartado, en soledad. Me viene a la cabeza, e intento rechazar la imagen, la típica escena de las películas en la que los malos se deshacen de un cadáver dándoselo de comer a los cerdos. Hay veces que viendo comer me parece oír gruñidos similares de satisfacción.
    Comer es un acto animal, lo pintes como lo pintes, por mucho mantel bordado a mano, cubertería de plata o copas de cristal de Bohemia que le pongas. Y el caso es que cada vez somos más. Lo pienso y me entran mareos, ocho mil millones de especímenes alojados en el planeta en régimen de pensión completa. Hay diferencias, por desgracia, pero la frugalidad obligada de unos la compensamos otros con nuestra voracidad. Somos termitas royendo los muebles de la casa. Somos peor que una plaga de langostas. Somos el escorpión que picó a la rana.

lunes, 8 de abril de 2024

Derechos

    El derecho a la desdicha debe de ser el único que tenemos garantizado en la vida. Bueno, si lo pienso me parece que derecho, derecho, no tenemos derecho a nada. En el mundo prosaico de las cosas prácticas cuando oigo que la gente tiene derecho a esto y a lo otro, y claro que me parece bien, derecho a comer todos los días, a tener un sitio donde vivir, a la educación y a la sanidad, a trabajar y a divertirse, a respirar aire limpio, ¡al amor!; cuando oigo que los ciudadanos tenemos derecho a lo que sea siempre respondo, o me respondo a mí mismo, que tenemos ese derecho, desde luego, pero eso, tener derecho, no garantiza nada, no deja de ser una declaración de intenciones, la formulación de una utopía que es por definición y por supuesto inalcanzable; su cumplimiento ni se ha dado históricamente ni se dará nunca en este planeta, lo que convierte a todos esos derechos en platónicos, esto es, imaginarios.
    No le acabo de ver sentido a ese tener derecho a esto y a lo otro. Me parece, más bien, que deberíamos girar 180 grados nuestro punto de vista, dar media vuelta a la circunferencia y mirarlo desde exactamente el lado opuesto para comprender y asumir que es nuestro deber hacer lo posible para que la sociedad se acerque paso a paso con toda la terquedad del mundo a esa utopía. Se acerque, porque eso es lo único que puede suceder, que nos acerquemos en plan asíntota, esto es que nos acerquemos indefinidamente sin llegar nunca a tocar el cielo con los dedos. Dejemos los derechos para que la ONU haga sus declaraciones y concentrémonos en los deberes, a sabiendas de que, por desgracia, se trata, parafraseando a Michael Ende, de una historia interminable.